Medir el impacto de nuestro trabajo de intervención con personas debería ser una prioridad y no un lujo. Casi nada de lo que hacemos en nuestras relaciones de ayuda es inocuo: lo que no sabemos a ciencia cierta es cuánto de ello es transformador, ni en qué medida.
La evaluación de impacto del Proyecto Esperanza es un intento formal y estructurado de identificar cuánto de lo que queríamos hacer ha resultado y en qué términos ha resultado años después. Para poder plantearse una evaluación de impacto hay que presuponer que se han cumplido previamente ciertos pasos. Primero de todo, es necesario tener claramente identificado qué era lo que se pretendía hacer. Esto requiere tener adecuadamente documentado un proyecto -hay quien habla de “teoría del cambio” o simplemente, de elaborar una predicción (feedforward) lo más detallada posible-. Sin predicción, toda la información que recabemos no podrá ser correctamente valorada. Si no sabemos qué es lo que queríamos, lo que sea que ocurra lo hará por puro movimiento sin sentido de dirección.
Y, en segundo lugar, recabar esta información implica sobre todo que las mujeres informantes estén accesibles, que los lazos generados con ellas se hayan mantenido lo suficiente como para que quieran recuperar la experiencia. Esto, en sí mismo, ya ha sido un logro. Su alegría y satisfacción al colaborar en los grupos de trabajo también ha sido un aprendizaje inesperado. Hemos encontrado una forma de dar participación que ha dignificado y empoderado a las mujeres.
Finalmente, hemos aprendido a cuestionar el planteamiento mismo de intervención–impacto, puesto que fuerza la comprensión del efecto de la intervención como una relación causa–efecto, mientras que las personas no operan como las bolas de un billar, en el que una percusión concreta lleva siempre a las mismas “carambolas” predeterminadas. Nuestra intervención impacta, pero no hace sino sumar, y en ocasiones restar, en un conjunto enorme de otros impactos. Hemos pasado de pensar en términos de “evaluación” a pensar en términos de “ecología”. Esto no quiere decir que no “sirva”, sino que su utilidad tiene más que ver con “aumentar posibilidades” (inmanencia) que con una relación causa-efecto.
Con todas estas claves y algunas más (teoría del cambio, lazos generados, ecología), hemos explorado, junto a cerca de treinta mujeres, el impacto de nuestra intervención. No queremos aquí repetir las conclusiones publicadas, sino compartir o enfatizar alguna reflexión concreta: nuestro trabajo opera y fructifica en un ecosistema de derechos.
Podemos seguir trabajando por sus derechos, pero necesitamos leyes efectivas que los reconozcan; podemos seguir capacitando para el mundo laboral, pero necesitamos que haya posibilidades efectivas de encontrar trabajo; podemos seguir luchando por su recuperación física y mental, pero necesitamos acceso creciente, y no menguante, a recursos básicos de salud.
Las mujeres víctimas de trata son una frontera crítica en la que defender los derechos humanos de toda la población. Su situación de vulnerabilidad no es un efecto secundario, algo que nos es relativamente ajeno, sino esencial y crítico para nuestro capital ético y de derechos. Las mujeres nos prestan el servicio de batallar, sufrir y mantener una línea de defensa moral frente a la esclavitud, la corrupción, la mercantilización de lo social, y de esa batalla suya nos beneficiamos todos.
La evaluación de impacto nos ha dado la foto de una estructura generadora de injusticia que ha avanzado estos años. También nos ha dado testimonio de fortalezas increíbles de las que aprendemos para seguir resistiendo.
Antonio Rivas
Coordinador de Formación y Gestion-Proyecto ESPERANZA
Revisión editorial: Maite Barrera
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